13 enero, 2006

EL REY Y EL MENDIGO


Hace exactamente una semana viví una de las situaciones más surrealistas de mi vida. Probablemente pocos puedan presumir haberse encontrado con algo parecido a lo que os voy a contar, no porque no pueda sucederles sino porque la combinación de una serie de factores la convirtió en un suceso difícil de repetir...

Mis deberes paternos me obligaban a llevar a mi hija mayor al cine en las consabidas fechas navideñas. Como ya cuenta siete años, decidí que ya se había acabado el tiempo de los Disneys azucarados, animaciones diversas copiotas y azucaradas, o los Harry Potters y sucedáneos... Además, a uno le empiezan a dar arrebatos moralizantes para con su vástagos y pensé que ya era hora de que viera una película “de verdad”. El King Kong de Peter Jackson se había estrenado hacía poco y convine que le hacía falta una ración de cine clásico puesto al día. Cine de mayores.

Como soy de natural quisquilloso sobre el lugar en el patio de butacas en una proyección, acudí a Internet para comprar las entradas. El cine en cuestión tiene página web y allí uno puede reservar los asientos que más le convengan. Si este fuera un país puesto al día como Dios manda (o como el dios laico de turno debiera mandar) uno podría hacerlo sin problemas y sin un coste mayor que el de un posible esguince del dedo que maneja el ratón. Pero no... La multinacional dueña de las salas te carga un euro (¡¡¡un euro!!!) por hacer tu compra por la red. Diréis que no es nada, pero en una entrada que cuesta cuatro ochenta representa un tanto por ciento desde mi punto de vista demasiado elevado. En la Edad Media se quemaba a la gente por menos (¡ay como hemos perdido las buenas costumbres para con los usureros!) Tengo que pagar por hacer yo el trabajo, dar mi tarjeta de crédito y quitarle a corto plazo el puesto de trabajo a una taquillera... Además el coste de ese euro se lo lleva la Caixa... entidad que luego es capaz de perdonar mil millones a cualquier ministro que pasa por allí. Ahora digan que soy xenófobo y racista. Sí, lo soy tremendamente con los bancos.

Bueno, Barbero, no te desvíes y al tajo. Total que no compro las entradas... Pero lo que me extraña es que la sala en cuestión tiene reservadas ya las tres cuartas partes del aforo de la primera sesión... Coño. Eso sí que me pareció raro: ¿a primerísima hora de la mañana y ya han vendido casi todas las entradas? ¿Tan buena es la peli? ¿O es que todo dios se levantó esta mañana y se lanzado sobre su ordenador para reservar sus butacas para ver un remake sobre un mono gigante a las cuatro de la tarde? Rarro, rarro, rarro que diría el recientemente desaparecido Papuchi...

Así que allí me tenéis a las tres y media de la tarde haciendo cola, como la hacía mi padre hace cuarenta años, y al llegar a la ventanilla la taquillera me confirma que solo quedan cuatro filas vacías. Compro, como antaño, las mejor situadas y entramos en la sala en cuestión...

Vacía. Nadie. Pero nadie de nadie. Si esto fuera una comedia, diría que sonaba el viento y que se cruzó por delante de nosotros uno de esos arbustos secos que aparecen en las pelis del oeste cuando el prota llega al pueblo desierto...

Nos sentamos. A los diez minutos aparece una pareja. Se sienta justo a nuestro lado... ¿El resto del cine? Vacío. La película está a punto de empezar, solo quedan cinco minutos y la situación es ya de por sí surrealista: cuatro únicos espectadores reunidos (como si tuviéramos frío) en mitad de la sala.

De repente, en mitad del silencio, se escucha a lo lejos un murmullo de voces subiendo por las escaleras de los multicines. En el liquido de nuestros vasos se forman unos círculos concéntricos, cadenciosos, señal inequívoca de que algo muy grande se acerca a nosotros como ocurría en Parque Jurásico. Y... sin previo aviso, se abre la puerta de la sala y ésta comienza a verse inundada por una multitud de... ¡¡¡mendigos!!! Sí, sí, mendigos. Los reconocí de inmediato, no por su atuendo (ya que llevaban sus mejores galas, si es que se puede decir esta crueldad de alguien que vive habitualmente en la calle) sino porque muchas de sus caras me eran familiares de verlas por el barrio: la chica que duerme en el cajero del Santander, el andaluz que toca una destartalada guitarra española a las puertas del Opencor, el payaso cincuentón de cara pintada cuyo cartel reza que acaba de salir de la cárcel, el chico de una sola pierna que pide indefectiblemente una moneda de cincuenta céntimos...

Unos cuantos monitores, como si de una clase de primaria se tratara, se ocupa del grupo organizándolos y repartiéndolos según un criterio que sólo ellos manejan. Me sorprendió ver parejas entre ellos. Quiero decir parejas de novios, amigos, amantes o lo que la miseria permita. No se que pasó, pero de repente la sala había adquirido un ambiente festivo, como de colegio.

Mi primer pensamiento fue pensar que me parecía un dispendio y una crueldad. Dispendio porque con el dinero de esas entradas se les podría haber dado de comer un par de días y crueldad porque después de esa tarde muchos de ellos volverían a dormir al raso...

Las luces se apagaron y comenzó la película. No haré una crítica de ella porque gracias a Dios no soy crítico. Para ser crítico hay que nacer... nacer raro, claro. Es como ser árbitro. Pero hace falta ser muy raro en esta vida para amando algo decidir no dedicarte a hacerlo y sí juzgar a los que lo hacen. Es como enamorarte de una chica y tomar la decisión de no conquistarla sino opinar sobre la forma que hace el amor todas las noches con un tío... Bueno, como digo el Guerra (el torero): “Hay gente pa tó”.

De King Kong diré simplemente que me fascinó. Eso sí, cualquier defensor del menor me habría denunciado sin recato. No es una película para niños. Mi hija pasó miedo, bastante. Se asustó, bastante. Se tapó los ojos, bastante. Pero también rió, mucho. Se emocionó, mucho. Y lloró, mucho. Así que este que suscribe lo consideró un buen aprendizaje para lo que le espera en la vida: miedo, risas y llantos. ¿Qué más se puede pedir por menos de cinco euros?

En cuanto a nuestros mendigos, oí comentarios, oí gritos de susto, oí besos...

Comprendí entonces que me había equivocado. Ningún plato de comida, ninguna cama caliente que les hubieran proporcionado esos ángeles de la guarda modernos, en lugar de la entrada de cine, habría obrado la transformación que se había producido esa tarde. Cualquier animal necesita comer y necesita un techo, pero aquella sala les había devuelvo la consideración de personas. Personas que parece que olvidamos que son cuando les vemos tirados por ahí cuando la miseria parece haberles despojado de todo...

Y es que sin sueños, sin amor, sin llanto, sin cada una de las aristas que nos hace humanos solo somos eso... mendigos.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

¡¡¡¡Qué preciosidad!!!! Sólo eso...te has hecho de rogar...pero ha merecido la pena...

Me he reído...y me ha emocionado...muy bonito, sí señor...

2:50 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Joder...es que estoy volviéndolo a leer...y me encanta hasta el título....es como un cuento de navidad...
¡¡¡Qué gran mensaje...en una historia tan corta que has conseguido que imagine completamente!!!

2:56 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Pedro, por favor, escribe un guión con este material. Es una película magnífica. Yo mismo la quisiera hacer. Al payasito ese que ha salido de la cárcel de prota.
Abrazos
Anónimo Venenciano

4:57 p. m.  

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